Lo ajeno sabe más bueno (¿o solo nos parece?)
Por: Gabriel Velázquez “El Gabo”
Hay cosas que parecen inexplicables. Por ejemplo, que el mismo público que abarrota un foro cuando canta un artista extranjero, deje vacío ese mismo espacio cuando sube al escenario un cantautor nacional. Ojo: digo “parecen” inexplicables, porque quizá sí tengan explicación. Solo que no nos gusta aceptarla.
He visto conciertos de Luis Eduardo Aute que me dejaron tocado, conmovido, transformado. También fui de los que se emocionaban con los primeros conciertos de Joaquín Sabina en México, cuando todavía no venía con frecuencia, cuando traía esa mezcla de poesía, irreverencia y alcohol en la mirada. Esos recitales se llenaban. Y se llenaban bien. Público de pie, cantando, llorando, celebrando. Pero también he ido —con no menos entusiasmo— a conciertos de cantautores mexicanos que considero brillantes, profundos, humanos… y que apenas logran reunir a unas cuantas decenas de asistentes. No por falta de talento. No por falta de trayectoria. Simplemente, porque son de aquí.
No soy cantautor ni músico, ni pretendo serlo. Pero llevo años observando el gremio, difundiendo su trabajo, escuchando con respeto sus letras, sus luchas, sus triunfos pequeños. Y lo que veo, una y otra vez, es cómo cuesta más sobresalir si se es mexicano. No hay reflector que alumbre igual. No hay oído que escuche sin prejuicio. No hay aplauso que suene tan fuerte.
Esto no es nuevo. En México —y quizá en otros países también, pero yo hablo del mío— tenemos una fascinación con lo extranjero. Una creencia tácita de que lo que viene de fuera es mejor, más fino, más sabio, más profundo. Nos pasa con los vinos, con los perfumes, con las universidades, con los libros… y sí, con los artistas. Lo de aquí nos parece conocido. Y lo conocido, por alguna razón, nos parece ordinario.
Desde la psicología hay explicaciones. Nuestro cerebro tiende a valorar más lo que le resulta novedoso. La novedad activa zonas de recompensa que lo hacen sentirse estimulado, sorprendido. En cambio, lo cotidiano, lo familiar, pierde brillo. El fenómeno se llama “habituación”. Nos acostumbramos. Y al acostumbrarnos, dejamos de mirar con asombro. Lo cual no significa que lo cercano sea inferior, solo que lo damos por sentado. Como si por estar disponible no pudiera ser extraordinario.
También está el sesgo cultural. A los mexicanos nos cuesta trabajo celebrar el éxito de otros mexicanos. No es fácil decirlo sin parecer amargado, pero es real. Nos cuesta. Como si el logro ajeno fuera una afrenta personal. Como si cada triunfo del otro nos recordara nuestras propias carencias. En vez de pensar “qué bien que alguien de los nuestros llegó tan lejos”, pensamos “¿y ese por qué?”. Lo extranjero, en cambio, no despierta esa incomodidad. No hay competencia, no hay comparación directa. Lo aplaudimos sin reservas porque no amenaza nuestro lugar en el mundo.
Y no me malinterpreten, que no se ofendan mis amigos españoles, argentinos, uruguayos, bolivianos, colombianos o de cualquier otro rincón del mundo que hacen música con el alma. A mí también me conmueve su arte, lo disfruto, lo escucho con atención, lo recomiendo, lo analizo y lo comparto. No estoy diciendo que no lo merezcan, ni que su éxito en México sea injusto. Lo que intento decir es que los escucho —igual que a los artistas mexicanos— con los mismos oídos, con el mismo corazón. Porque si el arte es bueno, lo es sin importar la bandera. Solo me pregunto por qué, siendo igualmente valioso, lo nacional suele tener que escalar una montaña más empinada para llegar al mismo lugar.
Y luego está el tema del mito. Porque lo extranjero también trae misterio. No sabemos dónde vive, qué desayuna, qué piensa en sus días malos. Nos falta el contexto completo y eso permite que lo idealicemos más fácilmente. En cambio, al artista nacional lo vemos en el súper, en el metro, en redes sociales hablando de su día. Y ese conocimiento nos impide endiosarlo. Lo volvemos “uno más”. Y cuando el artista se vuelve “uno más”, su arte empieza a parecer menos relevante. Como si necesitáramos distancia para respetar.
Sumémosle el marketing, las disqueras, los medios… sí, también. Pero más allá de eso, hay un patrón más profundo. Uno que, tal vez, solo podamos romper desde la conciencia.
No sé si sea culpa del sistema, de la historia, de la conquista, de los medios o de nosotros mismos. Pero sí sé que cada vez que llenamos un foro para escuchar a alguien “de fuera” y dejamos pasar la oportunidad de conocer a alguien “de aquí”, no estamos eligiendo solo un artista: estamos reafirmando una idea. Y esa idea, muchas veces, nos aleja de nuestra propia riqueza.
Así que la próxima vez que veas anunciado un concierto de un cantautor mexicano, no te preguntes si lo conoces. Pregúntate si te has dado la oportunidad de conocerlo. Porque quizá —solo quizá— te estás perdiendo de algo que, por estar tan cerca, no has podido ver.
Y tú, cuando escuchas a un artista nacional… lo haces con los oídos del mundo o con los ojos de la costumbre?